Te recuerdo cada día. Tú y tus hilos. Tus puntillas en sábanas y toallas. Tus colchas en el baúl.
Te recuerdo cada día. Tu mesa puesta para nosotras bajo el calor estival de la sierra. Tu tortilla de patatas.
Te recuerdo cada día. Tu mano izquierda cogida a la baranda, cuesta abajo, y en tu mano derecha una silla para hablar con tus vecinas (compañeras de vida) acariciadas por el frescor de la noche.
Te recuerdo cada día. Tus recuerdos, tus historias, regalados a la hora de la siesta. Y tus ojos humedecidos cada vez que hablabas de él, a pesar del tiempo que llevaba muerto.
Te recuerdo cada día. Tu alegría al compartir tu casa. Tu casa llena de vida otra vez, como en los años de los que te gustaba acordarte.
Te recuerdo cada día. Tus pucheros y tus lágrimas rodando al acercarse la despedida, tal vez por presentir que era la última. Recuerdo prometer volver pronto, tragar saliva y no acercarme a ti, para evitar llorar igual que tú, para no abrazarte y sentirme pequeña en tu regazo.
Te recuerdo cada día. Recuerdo tu cuerpo sin ti, respirando sin ser tú. Tu cuerpo pequeño y tenso. Y acariciarte y notar que eran tus manos las que me daban calor y no al revés, como si primero se hubiera muerto un trozo de mí.
Te recuerdo cada día. Recuerdo tu último suspiro como tú recordabas mis primeros pasos en aquel parque. Me enorgullezco de haber formado parte de tu final casi tanto como de que tú formes parte de mis orígenes y de mí misma. No creas que has muerto del todo; seguirás tocando el mundo a través de mis manos, tan idénticas a las tuyas. Tus manos blancas y finas...
Ya con él, sé feliz y no olvides nunca que todos lo hicimos lo mejor que supimos o pudimos. Hasta siempre, yaya.