miércoles, 29 de agosto de 2007

EL PERDÓN

Últimamente pienso mucho en la idea del perdón. Desde pequeños se nos inculca el hecho de saber perdonar a los demás como una necesidad social y personal, como una virtud loable, sí, pero esperada por todos. Parece obvio el perdón de las faltas dentro de los juegos infantiles, incluso en las riñas adolescentes, pero al llegar a una etapa más adulta la cosa se complica.
Perdonar... a los demás. ¿A nadie se le ha ocurrido la genial idea de hablar del perdón a uno mismo? Siempre presumí de mi capacidad de perdonar, acrecentada por necesidades familiares, pero estos días me estoy dando cuenta de que no es tal si ni siquiera consigo hacerlo conmigo misma. Quizás sea cuestión de mi afán de perfeccionismo asfixiante, pero lo cierto es que me cuesta aceptar mis errores, aun sabiendo que, como todo el mundo, los tengo y debo tenerlos si quiero superarme en algo. Tal vez por eso busque mi propio perdón consiguiéndolo en los demás primero, cosa que no acabo de ver clara porque ¿qué ocurrirá si el otro no me perdona? ¿acaso es que no me acabo de creer que yo merezco el perdón que suelo regalar a los demás? En todo caso, espero que sea cuestión de tiempo, que forme parte del proceso y todo cambie, como suele siempre, aunque sea lentamente.

domingo, 19 de agosto de 2007

CONTRADICCIONES (a Carol)

A veces las bocas deberían enmudecer. Tal vez los oídos deberían ensordecer. Cualquier cosa (¡qué más da!), algo que impida que las mentes sean capaces de interpretar esas palabras que nos lanzamos como cuchillos, sin prestar atención a si se clavan en un brazo, en un ojo o en un alma. La palabra, el proyectil más letal; ése que viaja a través del aire, que se abre paso entre los silencios, que te coge desprevenido y que se incrusta, sin más, en el cerebro. Puede que entonces estalle y las paredes queden salpicadas de proyectos truncados, de ilusiones despedazadas, de certezas rotas porque dejaron de serlo, y todo sea ya un mar de desconcierto. En ese punto, el aire se vuelve espeso y ya no queda lugar para ninguna palabra más; nada puede expresar más que el silencio.


Creo que tu boca hubiera tenido que enmudecer. Que mis oídos deberían haber ensordecido. Que cualquier cosa (¡qué más da!) hubiese impedido que mi mente interpretara las palabras que tú lanzaste como cuchillos, sin tener en cuenta que hacías diana en el centro de mi alma. Tu puntuación fue récord.. Y la palabra, que es el proyectil más letal, viajó a través del aire, se abrió paso entre los silencios, me cogió desprevenida y se incrustó, sin más, en mi cerebro. Por supuesto que estalló. Trozos de proyectos truncados, ilusiones despedazadas y certezas rotas (rotas porque dejaron de serlo) salpicaron las paredes. Todo se volvió un mar de desconcierto. Y fue en ese momento, sí, cuando el aire se volvió espeso y no hubo lugar ni para una palabra más. Nada podía expresar más que mi silencio, el tuyo, el suyo, el silencio de todos.


Y, después de esto, otras palabras para desmentir lo dicho; dices pretextos para no decir otras cosas. Yo no quiero oír tus mentiras, ni siquiera que me confieses tus verdades. Cuando la palabra se ultraja y pierde toda su autenticidad prefiero la nada (que tal vez sea el todo). Inesperadamente, prefiero el silencio...

viernes, 17 de agosto de 2007

Mientras los días de verano giran tras las esquinas del tiempo, no te diré que hoy no te eche de menos. La única certeza, la fugacidad eterna de lo que verdaderamente importa (el fluir de nuestras horas que parecían muertas, el escaparse de tu risa evaporándose con el sudor que desprenden los cuerpos después de amarse...). Podría pensar en tardes como hoy que no volveré a sentir esa entrega gratuita, el regalarse a sí mismo por el placer de hacerlo, pero contigo aprendí que no es cierto. Como el Ave Fénix, el ser humano renace de sus cenizas y, más allá de abandonar, ama, ama, ama y es capaz de volver a amar (de volver a ser amado) contra todo pronóstico, incluso contra su propia voluntad.


Lejos ya de querer oír tu voz, agudizo mis sentidos para oír otras voces que me despierten algún interés. Otras palabras, otros susurros, otros gemidos... Mi nombre pronunciado por otros labios (otros que no sean ya los tuyos) parece un nombre distinto, como recién estrenado. Y el aire huele a ropa limpia. El aire frío. Frío como la noche.