Se sentó en la escalera y, abrazándose las rodillas, cerró los ojos, intentándose imaginar a sí mismo por dentro. ¿Cómo conocer, cómo reconocer, pensó, algo tan complejo como el lugar que le correspondería en el mundo (ése que sólo le pertenecía a él, que le estaba destinado) si ni siquiera era capaz de conocerse, de reconocerse a sí mismo? Cayó en la cuenta de que el ser humano debería tener otro par de ojos que le permitieran verse por dentro y, al cabo de poco tiempo de estar en la misma postura, empezó a notar un cosquilleo por sus extremidades inferiores: el autoabrazo impedía que la sangre circulara libremente y sin obstáculos por la autopista venérea. Se imaginó por dentro con los ojos cerrados, intentando aislarse del mundo exterior, pero sólo lograba intuir sus propios huesos, sus músculos, sus nervios. Quizás debiera aislarse más. Se tapó los oídos, por intentar cortar más lazos con el mundo. Ahora el mundo ya no le interesaba, y mucho menos el lugar que se le había destinado en él. Se estaba buscando, pero aún no sabía que se iba a encontrar. Intentó no oler, no notar el tacto de nada, no degustar ni el sabor de su propia saliva. Intentó separarse de lo sensorial, abstraerse hacia dentro, hacia el origen del ser, para ver cómo era él realmente, cómo sentía, igual que si estuviese aún dentro del vientre de la madre que tanto añoraba. De repente, empezó a vivir, a vivirse. Fue entonces cuando olió el rojo de la sangre, vio la viscosidad de las vísceras, escuchó la elasticidad de los cartílagos, saboreó el calor de lo profundo, acarició sus propios latidos. Y fue entonces cuando sintió miedo al pensar que quizás nunca más regresaría al mundo que minutos antes tanto le angustiaba.
jueves, 8 de noviembre de 2007
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