Como quien anda por la calle embebido en sus pensamientos y, de repente, nota el aire removido por alguien que camina en dirección contraria, y degusta su olor, y se gira para verle marchar, sin perder un paso, impasible ante la pérdida de lo fugaz, inamovible ante la marcha del olor que momentáneamente fue suyo, el olor que lo despertó al mundo y le acarició el ser. Impasible. Inamovible. Indiferente. Así, me dejaste pasar.
Y lo inaudito no es que lo hicieras (aun teniendo en cuenta tu soliloquio acerca de lo que cuesta encontrar personas especiales en la vida, esas que te alegran la existencia con la suya propia provocándote una sonrisa en cualquier momento del día al pensarlas), claro que no, faltaría más. Lo inadmisible es que yo también lo hice. Dejarme pasar a mí misma, a una parte de mí. Escindirme en dos. Dolorosamente. Contradictoriamente. Para caminar, para avanzar, por necesidad, sin ti, por un lado. Para esperarte, por si no te había dado tiempo pero querías venir, por no perderte del todo, por el otro. Y el lado rezagado tuvo que correr, cabizbajo y abatido por la desilusión, para alcanzar al otro. El primero lo acogió de una forma maternal, amorosamente, porque siempre esperó su llegada. Y volvió la unicidad. Tras romper la escisión -la mía propia-, esa que inadmisiblemente me vinculaba a ti.
Y, después, la tristeza, el vacío, la calma, el mar...
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