Estaba en el lugar y el momento acordados. Mientras se retocaba la sombra de ojos en el espejo retrovisor, se vio a sí misma como una especie de don Quijote recobrando la cordura, vacilando entre la realidad que acabaría por aplastarla (lo presentía) y un idealismo que le producía un sentimiento de melancolía y que, como tal, no tardaría en desmoronarse. La vida moderna no está preparada para ilusiones de tal embergadura, pensó. (La unicidad absoluta hondea por bandera, secundada por nuevas promociones de pisos de 30m2 y una epidemia galopante de miedo al compromiso).
Sí, realmente se sentía un don Quijote diminuto al constatar que tal vez hubiese esperado algo, aunque cabe subrayar que fue sin darse cuenta, no vayamos a interpretar lo que no es. ¡Ella -¡prototipo de mujer del siglo XXI!- ilusionándose con alguien! ¡En qué estaría pensando! E, ipso facto, la ridiculez hizo que le temblaran las piernas... Miró el reloj: la hora convenida. A punto estuvo de arrancar y perderse entre las calles, alejándose de aquel lugar, de aquella hora y de... sí, de él y hasta de sí misma. Pero no pudo y volvió a mirarse al espejo, escudriñando en su imagen para escarbar en su alma y ver qué narices le estaba pasando.
Intentaba meditar sobre el porqué de su perseverancia al decidir seguir con la historia. ¿Acaso no sería mejor acabar con todo ya? Pensó que, como mínimo, sería más fácil, pero no consideró que éste fuese un buen argumento para disuadirla: no era ella de las que tiran la toalla en el primer minuto. Sabía que si estuviese enamorada saldría corriendo como alma que lleva el diablo y sabía también que si ese chico no le importase lo más mínimo ni se le hubiese pasado por la cabeza estar allí esa noche, así que se quedó conforme con su postura de duda indescifrable. En realidad ni ella misma sabía lo que sentía (tal vez no se atrevía a saberlo); por eso se quedaba, eso era. Se hacía tarde. Se retocó el pelo, cogió el bolso y salió del coche, respirando hondo.
En la calle, sólo el ruido del viento de la noche y el de sus tacones galopando en el asfalto. Don Quijote, valeroso caballero, se dirije sin saberlo al campo de batalla en su lucha por el eterno -a pesar de que parezca obsoleto en esta vida moderna- ideal del amor, arriesgándose a sucumbir ante la realidad implacable y apostando firmemente por un cambio en el final de la historia, aunque sólo sea por esta vez, la suya...
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