Y sin querer vuelves a tropezar, y tu piedra rueda, rueda, rueda cuesta abajo escapando de la opresión de las manos y, si puede, también de la persecución de los ojos mientras que tú, Sísifo desolado, la observas ya cansado desde arriba y maldices tu torpeza y la ley de la gravedad. Hay días en los que te cuesta volver a empezar y te planteas desistir, pero recaes en tu naturaleza, esa que te empuja hacia el esfuerzo, hacia la lucha constante, y entonces la maldices también. Y maldices la piedra, y a ti mismo, y reniegas de todo. Porque estás harto. Porque notas que los pájaros ya no cantan como antes, el viento no te refresca y el cielo ya no es tan azul. Recuerdas al poeta que escribió "todo es nuevo si se mira con ojos nuevos" y lo maldices también. Y te planteas en vano -como si dependiese de ti- ir a por la piedra y lanzarla bien lejos, por algún acantilado, para perderla para siempre de vista; o simplemente dejarla donde está y no ir a buscarla nunca más. Tanta caída te cansa y odias las cicatrices. Y miras a tu alrededor y ves que estás solo en tu eterna ascensión. Y en tu enfado maldices a los dioses que te castigaron, y lloras en medio de la nada y gritas, a sabiendas de que nadie va a escucharte, solo por la necesidad instintiva de expresar el dolor. Y sigues llorando como hacía tiempo que no llorabas -dicen que llorar es bueno- y, abatido, te acurrucas bajo un árbol en posición fetal -tal vez en busca del consuelo y protección maternos- y te duermes entre sollozos, maldiciendo el día de hoy y también el de mañana, en el que cargarás tu piedra otra vez -lo sabes- y empezarás el camino con una convicción y una fuerza renovadas.
jueves, 26 de junio de 2008
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